(Cuento)
Hoy nace mi hijo y aquí, en la sala del hospital, aún sigo pensando qué nombre ponerle. Mi esposa, que me pidió estar en la sala mientras dura el parto, quiere llamarlo como yo, pero yo aún pienso si quiero que él pase lo mismo que yo he pasado. Considero, si acaso, llamarlo solo con mi segundo nombre, que no desentona con mis apellidos. ¡Qué sería de mi nombre si no es por el segundo!
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Dicen que el nombre de una persona determina su carácter y su manera de actuar. Que "Rodrigo" es fuerte y "Emmanuel" es afeminado. Que "Julián" es bondadoso y que "Gabriela" es tenaz. Yo no creo en eso. Creo que si en algo puede influir el nombre es en la consecuencia de tenerlo. En la infancia, la marca de tu nombre determinará qué tanto los demás compañeros se burlan de ti y qué tanto sorteas esas burlas. Qué tanto puedes disimular que no sabes decir tu nombre, qué tanto sufres con él o qué tanto te gusta o te conformas: en la infancia no puede uno entablar un juicio para cambiárselo.
Sé de antemano que no quiero que mi hijo tenga uno de esos nombres que no se han españolizado como Irving o Edwin, ni un nombre que tenga réplica española como John en lugar de Juan, o Michael en lugar de Miguel, ni un apellido como nombre como Goretti, Robinson, Darwin, Nobel, Bach. No, esos nombres no van con mi apellido, por demás español. Cuando le dije a mi padre que no le pondría un nombre de estos su rostro se descompuso: él ostenta un nombre de ese estilo. Sin embargo, lo aceptó y se ilusionó, pues a pesar de que su nombre estaba por demás descartado, nada impedía que yo siguiera con "la tradición familiar".
Pero llegó el día en que le dije que no lo haría, que su nieto llevaría un nombre común y corriente, de aquellos que no hacen grandes olas y cuyos portadores pueden llenar hojas y hojas del directorio, un nombre como Carlos o Juan Manuel, y sobre todo, que lo elegiría al azar o por honrar a gente conocida y no por seguir su tradición. Jamás lo había visto llorar antes. Como dije, no creo que el nombre per sé le dé el carácter a una persona, pero sí las consecuencias de llevarlo.
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Mi abuelo nació en Veracruz en 1919. Los domingos después de misa, cada dos semanas, era obligado ir a ver el partido del Sporting de Veracruz, el equipo de la fábrica donde trabajaba mi bisabuelo, Don Carlos López. Así fue hasta quince años después, en que Don Carlos decidió irse a Guadalajara, donde su hermano estaba empezando a hacer buen dinero y necesitaba alguien que manejara una sucursal de su abarrotera, que venía creciendo de unos años para atrás. Como aficionado del fútbol, y como el clasemediero en que se convirtió, mi abuelo decidió apoyar al Atlas. En 1943, el mismo año en que se casó mi abuelo, el fútbol mexicano se profesionalizó, mi abuelo resultó tener dos equipos: los Tiburones (resultante de la fusión del Sporting de Veracruz) y el Atlas. Él siempre me decía que cuando Atlas y Veracruz se enfrentaban, el resultado no le importaba, cosa que no era del todo cierta. Siempre he pensado que era más atlista que tiburón.
En esos años en que las familias tenían muchos hijos, a la gente se le acababan los nombres, después de los primeros dos hijos, comenzaban a buscar fuentes de nombres. Sociedad más católica y nacionalista la de antaño, sus integrantes buscaban los nombres en calendarios y en
los héroes que nos dieron patria y los que habían cambiado al país unos años antes. Mi abuelo que había sido el quinto de once y había corrido con suerte, se llamaba Emiliano Mateo. Sin embargo, reconocía que algunos de sus hermanos tenían nombres que, pese a su santidad, eran horribles. Como sea, siguió la tradición, hasta sus últimos dos hijos.
Mi tío Luis lleva ese nombre en honor al "Pirata", símbolo de los Tiburones, quienes se coronaron unos días antes del nacimiento de mi tío. Mi abuela discutió un poco el nombre, pero al final no había tanto problema por ser un nombre común.
El 22 de abril de 1951, Edwin Cubero anotó el penalty más importante de su vida y la de muchos. Ese penalty dio a mi padre el nombre de quien anotó el gol solitario que le dio la única estrella hasta hoy al escudo del Atlas. Mi abuela discutió ese nombre con más recelo, pues Edwin no es un nombre que se acostumbre en México y menos en aquellos años. Sin embargo, nadie podía quitarle la euforia a mi abuelo, quien una hora después de ver a su equipo campeón, veía nacer al que sería el último de sus hijos: "es una señal, Sofía". Mi abuela aceptó. Nunca antes en la familia había aparecido un Edwin, Erwin, John, Darwin, Róbinson o similar y de no ser por una excepción, podría decir que "nunca después". Mi abuelo jamás volvió a ver campeón a ninguno de sus equipos.
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Tiempos diferentes aquellos en que no bastaban los dedos de una mano para contar a los hijos, el negocio tenía que pegar, y si pegaba, hacerlo crecer lo suficiente para mantener a todos los vástagos, primero a los hijos y posteriormente a los nietos. Mi bisabuelo y su hermano siguieron abriendo tiendas por todo Jalisco, cada tienda tenía como gerente a un López, hijo de mi bisabuelo o de su hermano.
Se podrá hablar del machismo mexicano, sobre todo en otros tiempos, y sí, las mujeres no tenían gran opción en algunos asuntos, pero en otros no había ni hay cosa más poderosa que la petición de una esposa. Así sucedió en la familia. Mi abuela había vivido buena parte de su vida en Guadalajara, pero otra buena parte en Tula, Hidalgo, de donde era su familia. Como en la familia de mi abuelo, algunos de sus hermanos se habían quedado en Tula cuando la de ella se mudó, los que ya tenían familia y trabajo. Otros regresaron con el tiempo, pues se habían mudado a Guadalajara en una edad en la que estaban por salir del núcleo familiar, y en cuanto pudieron, regresaron. Mis bisabuelos, hidalguenses, cuando se vieron retirados y lejos de la mayoría de sus hijos, decidieron volver a su Tula querida. Cuando murió el padre de mi abuela, ella le pidió a mi abuelo que se mudaran a Tula, o a Pachuca, más cerca de su madre. Tras un tiempo, mi abuelo accedió. Con el apoyo de la familia, y con algo de su dinero ahorrado, tras años de administrar una de las sucursales de la tienda, mis abuelos dejaron Guadalajara y pusieron una abarrotera en Tula. Mi padre, que tenía ocho años, se fue con ellos.
Para ayudar con la integración de mi padre en la nueva ciudad, y siguiendo el consejo y apoyo de uno de los hermanos de mi abuela, que trabajaba en la cooperativa, mi abuelo inscribió a mi padre en una escuelita de fútbol de la Cruz Azul. Para mi abuelo, la Cruz Azul sólo significaba cemento. Aún veían al Atlas los fines de semana y mi papá era atlista. Situación que cambió pocos años después, en que la Cruz Azul construyó el estadio y se inscribió en la división de ascenso del fútbol profesional. Los esfuerzos de mi abuelo por que mi padre conservara su atlismo se veían golpeados día a día. Finalmente, el día que los celestes finalmente llegaron a la Primera, el cariño que le tenía al Atlas cambió a ser sólo un recuerdo, algo así como el cariño a una exnovia. Su Nuevo Amor era el Cruz Azul.
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Don Emiliano se retiró a los sesenta y seis años. Tenía suficiente dinero ahorrado para viajar y vivir tranquilo veinte años más con mi abuela. Él decía que ella era "la verdadera ganona", pues mi abuelo planeaba morir de un paro respiratorio a los setenta y dos años: acostarse una noche y no despertar. La muerte que todos soñamos, conforme envejecemos es más bien un capricho. Hombre de la vieja guardia, a Don Mateo no le interesó conocer otros países a esa edad. Utilizaban sus ahorros para visitar a sus hijos, dispersos en cinco estados de la República, y quedarse por dos o tres semanas con ellos. Solía viajar en viernes, lunes o martes, para asegurar que no se fuera a perder el partido de sus zorros, a quienes todavía se tomaba el tiempo de ir a ver cuando pasaba por Guadalajara en temporada regular: a mi abuelo no le gustaban los amontonamientos de la liguilla.
Entre los hermanos de mi papá, sólo mi tío Luis, quien tenía la misma marca que mi padre, seguía religiosamente la liga. Este hecho facilitó la vida de mi abuelo, quien cuando se retiró, no tuvo grandes problemas en turnarse entre Veracruz y Monterrey para ver las finales. Hubiera sido un problema si los demás hubieran tenido el mismo gusto.
Cuando Cruz Azul logró su primer título, mi padre estaba por irse a estudiar a Monterrey. Se fue con la excusa de que los planes de la UANL le parecían mejores que los de la UNAM. En realidad, su novia de entonces, regiomontana de nacimiento, se mudaría: sus padres, que siempre habían querido volver, finalmente tenían la oportunidad, bajo el cobijo de la Cuauhtémoc, que le había ofrecido un puesto al señor. Mi padre se inscribió en la UANL e inició sus estudios en 1969. A poco de empezar la escuela, a invitación de sus nuevos amigos, mi padre empezó a frecuentar el estadio para apoyar a los Tigres por su paso en la segunda división, que no hacía mucho habían recobrado el nombre de Tigres y el patrocinio de la universidad. Así pues, mi padre empezó a seguir tanto a su Cruz Azul como a nuestros Tigres.
Entre sus visitas a Monterrey, mi abuelo nos contó que entre juegos y no tan juegos, cuando mi padre estudiaba la carrera e iba de vacaciones a visitarlos, le habría reclamado por su nombre: "de perdida fuera por un equipo ganador como Cruz Azul". Es comprensible, para entonces Cruz Azul estaba en su mejor momento.
Mi padre acabó la carrera en 1974 y obtuvo un trabajo en lo que hoy es Banorte. Ese mismo año, el mismo día que Cruz Azul ganó su quinto título, los Tigres ascendieron. Ahora tendría dos equipos en Primera, al que había seguido toda su vida y al que había adoptado en su nueva ciudad.
Como dos años después la máquina de títulos azules seguía atorada, mi padre, que había pensado que seguiría la tradición de mi abuelo, nombrándonos como las estrellas cruzazulinas, pensó que quizá no era la mejor opción: "¡qué tal si Cruz Azul no vuelve a ser campeón y mis hijos cargan con el mismo estigma que yo!" No era tan importante, pues ni siquiera estaba casado. En esa sequía conoció a mi madre. Se casaron en 1978. El verano de ese mismo año, los Tigres le ganaron una final al Cruz Azul. No le dolió tanto y los universitarios le mostraban que, en efecto, quizá no era tan acertado usar al equipo de sus amores para nombrar a su hijo.
En 1979, mi madre perdió a su hijo, tras un embarazo complicado. Si era hombre, se llamaría Emiliano, como mi abuelo; si era mujer, Mariana, como mi madre. Ese año, Cruz Azul volvió a la senda del triunfo, una vez más mi papá reconsideró llamar a su hijo como una estrella del Cruz Azul. No era algo seguro: "un campeonato no significa que vayan a ser campeones siempre". Un año después, el 13 de julio de 1980, mi madre estaba a pocas semanas de dar a luz. Dos campeonatos sí dan más seguridad. Ese día se decidió el nombre del primogénito: Miguel Rodolfo, por Rodolfo Montoya y el Gato Marín. Cruz Azul conquistaba otro título de liga. Un mes después nació mi hermana. Ni Miguela ni Rodolfina eran nombres adecuados. Mi padre consideró "Michelle", ya he dicho que a mí no me gustan los nombre no españoles, pero soy diferente a mi padre, Edwin, además que su intención era honrar al Gato Marín. Al final, mi padre decidió un nombre que le recordaría más a su equipo y su pasión que cualquiera de los otros: Azul.
Mi padre le inculcó a mi hermana el amor por la camiseta celeste y, con ese amor, mi hermana ha sufrido siete subcampeonatos de su equipo, de los que recuerda seis con claridad. Sin embargo, también ha visto a su equipo coronarse. Ese día lloró y agradeció su nombre a mi padre. Mi padre, a su vez, volteó a ver a mi abuelo, sentado en el sillón individual de la sala y, tras diecisiete años, le pudo repetir: "¿ves?, un equipo ganador como el Cruz Azul". Se rompía una sequía de diecisiete años (quince para la familia) y, por un tiempo, desaparecieron los fantasmas que perseguían a mi padre. Parecía que una nueva época empezaba.
Mi sobrino nació hace dos años, se llama José Carlos, en parte por su padre, Carlos Andrés, y en parte por Hermosillo. Mi cuñado quería llamarlo José Manuel, igual que su padre, y de ahí que se quedara como José Carlos en lugar de simplemente Carlos. Tanto Andrés como yo, pensamos que Carlitos debe más su nombre a Hermosillo que a él, quien prefiere que lo llamemos Andrés, "porque es más original". En contadas ocasiones he oído que mi hermana lo llame Carlos, y de estas, sólo recuerdo el día que dijeron sus votos en el altar y mi hermana usó los dos nombres de Andrés.
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Me llamo Miloc Tomás López Ramírez y prefiero que me llamen Tomás. No lo digo porque no sea tigre, que orgullosamente lo soy, sino que, como ya dije, estoy en contra de los nombres esotéricos o de usar apellidos como nombres. A diferencia de mi hermana, yo no he visto campeón a mi equipo y no he podido regocijarme de mi nombre aún. El día que tanto Tigres como Cruz Azul llegaron a la liguilla en muy buenas posiciones, ambos nos ilusionamos con una final: desde niños habíamos soñado una final en que no importaría el campeón, uno de nosotros sería muy feliz, una final como la que le dio su nombre a ella. Hace unos días, Morelia dejó a Cruz Azul en el camino, igual que hace seis meses. Ambos sentimos tristeza por la eliminación de Cruz Azul. Mi hermana, una vez más, lloró amargamente una eliminación. A pesar de que sí estaba triste por la descalificación de los azules, una parte de mí se regocijaba de la descalificación pues, como es de pensarse, mi segundo nombre es por el actual entrenador de Morelia: Tomás Boy. Unos días después, mi hermana confesó que una muy pequeña parte de ella había sentido algo de gusto por esa misma situación. Días después, Santos bajó a Morelia de la final.
Tanto mi abuelo como mi padre, hoy podrían presumir los campeonatos de la Copa México. Sin embargo, mi abuelo jamás la siguió. Sé que le dio gusto cuando Atlas la ganó en los sesentas, lo mismo que a mi padre cuando la ganaron Cruz Azul y Tigres en los noventas, pero no es lo mismo. Mi abuelo heredó ese desdén por la Copa a mi padre. La veían como el premio de consolación para los que no podían ganar la liga, algo así como otro segundo lugar. Quién diría que después de los reproches
medio en juego y medio en serio que mi padre hizo a mi abuelo, aquellos donde le decía que "de perdida hubiera sido un equipo ganador", podían heredarse. Los mismos fantasmas que persiguieron a mi padre hasta el 97 siguen persiguiéndolo. Van catorce años y contando.
Mi abuelo murió en marzo de 2001, tras una breve lucha contra el cáncer de hígado. A su edad, ya no esperaba ni le interesaba tanto salir vivo de esa lucha. Una parte de él había muerto dos años antes, el día en que Toluca ganó su quinto campeonato. Tras el disparo del "Jerry" Estrada, miró al techo y murmuró desilusionado: "¡esto es lo más que llegaremos!" (sic). Al bajar la cara, se secó los ojos. En medio de la impotencia y la tristeza, mi abuelo se quitó su camisa a cuadros y se puso una playera que decía "Atlas Campeón 51/99". Los años siguientes sucedió lo inédito: mi abuelo se perdía los partidos del Atlas. Aún seguía la liga, aún seguía a su Atlas, según nos ha dicho mi abuela, todos los lunes se sentaba a leer la sección deportiva del periódico, mas no era lo mismo. Poco antes de morir, llamó a mi papá: "Edi, para mí fueron campeones." Murió unas horas después. En ese momento pensamos que desvariaba, ¡quién en su lecho de muerte se pone a pensar en un partido de fútbol y de hace dos años! Solo mi padre, que fue el primero en desacreditar sus palabras, lo había entendido. Tal era su amor por ese equipo que, si él viviera hoy, lloraría cada que tomara el periódico para leer los resultados de la jornada y ver a su Atlas en picada.
Esas palabras calaron hondo en mi padre, quien al parecer lo desacreditó solo para tratar de alejar lo que se convertiría en un fantasma más, y no lo sentía tanto por él o por mi hermana. Mal que mal, él había visto a sus dos equipos ser campeones en múltiples ocasiones. Lo sintió por mí: solo he visto a los Tigres levantar la Copa de la Consolación y como es de pensarse, solo sirvió para ilusionarme.
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En realidad, sobra profundizar sobre el origen de mi nombre, pero lo haré para que no quepa duda alguna. Corrí con una suerte similar a la de mi padre, quien ya de por sí tenía intención de honrar a la ciudad donde nacimos sus hijos, ciudad que tanto le había dado para cuando yo nacería. Por la experiencia de la improvisación en el nombre de mi hermana, mi padre consideró que en lugar de improvisar, bien podría pensar en un nombre de una vez. Por su cabeza pasó que si yo nacía mujer me llamaría Hylsina o Alfania, entre otros nombres horribles que no lo convencían. Igualmente, consideró llamarme Bárbara o Brenda, pues a pesar de que recordaba unas pocas compañeras de clases que ostentaban esos nombres en el D.F., también recuerda que cuando llegó a Monterrey, notó que las Bárbaras y Brendas se multiplicaron, mi abuela, por ejemplo, se llama Bárbara Mariana. Sin embargo, esos nombres no traían la marca del norte impresa y el hecho de que fueran más abundantes en Monterrey que en Hidalgo, no los hacía más norteños. También pensó en Leonela, porque Neoleonela estaba demasiado feo, pero tampoco estaba convencido. No fue sino hasta que llegó a los regiomontanos ilustres que pensó en nombres más decentes, y que además tenían formas tanto masculinas como femeninas. Era entonces más fácil decidir entre Eugenio(a), por el Sr. Garza Sada, Alfonso(ina) por Alfonso Reyes o Gabriel(a) por Gabriel Zaid que por los nombres de las empresas regiomontananas.
Mi madre estaba programada para dar a luz entre el sábado 5 y el domingo 6 de junio de 1982. Yo me llamaría Eugenio si nacía varón o Brenda Eugenia si nacía mujer. A mi padre se le hacía que no había quien representara más a la ciudad que Don Eugenio Garza Sada. Sin embargo, el destino jugó sus cartas, como las había jugado 31 años antes, cuando nació mi padre. Nací el domingo, ese día era el partido de vuelta de nuestros Tigres, y ganaron. Súbitamente, mi padre decidió que para representar a esta ciudad y lo que ella le había dado, no había mejor manera que nombrarme en honor a los inmortales felinos, dos años antes, solo hubiera festejado el triunfo universitario y hubiera nombrado a mi hermana con algún nombre convenido. Sus horas de reflexión de los días anteriores se habían ido al caño, ya no importaba el espíritu de trabajo de Don Eugenio, por ahora solo importaban la elegancia de Tomás Boy y la táctica de Miloc. Eugenio Garza Sada había pasado de ser "el espíritu de trabajo" a "un generador de burgueses y pirrurris".
Pese a que no me gusta nada llevar un apellido por nombre, a veces doy gracias a dios por haber sido varón, pues la improvisación le había traído la loca idea de llamarme Estrella Tomasa en caso de ser mujer. Sí, Estrella por la nueva estrella del escudo. Mi mamá me ha dicho que mi padre le dijo que en esa improvisación se le ocurrió también Felina Tomasa. Del mismo modo, me ha dicho ella que cuando finalmente mi padre entró a la sala donde ella estaba, me tomó en sus brazos y me llamó por mi nombre: Miloc Tomás. Ella, cansada como estaba, solo atinó a decirle: "nadie en mi familia se llamará Miloc, es un apellido." Mi padre la miró, con sus ojos inundados, y le contestó simplemente: "es una señal, Mariana." Lo mismo que mi abuelo había dicho treinta y un años antes. Mi madre aceptó.
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No es sino hasta que uno llega a la pubertad que se da cuenta de que su nombre es un apellido. Cuando era niño, era un orgullo llamarme así, por el Héroe Tigre, pues así como a mi hermana le inculcó el cariño al Cruz Azul, a mí me inculcó el cariño a los Tigres, él ha querido sortear los estigmas que él tuvo en su vida, y entre ellos cuenta el de honrar con su nombre a un equipo del que no está del todo orgulloso.
En la primaria, todos mis maestros me llamaban Miloc, lo mismo que mis compañeritos. Solo mis profesores rayados me llamaban Tomás. En la casa, en cambio, todos me llaman Tomás. Sólo mi padre usa los dos nombres indistintamente y, cuando me presenta con sus amigos, se infla de orgullo y usa ambos. En quinto de primaria me empecé a avergonzar un poco de llevar un apellido como nombre y cuando hacíamos la dinámica de presentarnos empecé a usar "Tomás", un esfuerzo insuficiente, pues a la gente se le queda más grabado el nombre de Miloc, por ser diferente, sumado a que la gran mayoría de mis compañeros me conocían desde primero. Además, no porque yo quisiera dejar de usarlo, mis maestros serían menos tigres.
Al llegar a secundaria, hice el intento nuevamente, ante un auditorio nuevo. Pocos de mis amigos de primaria se quedaron en la misma escuela, y llegaron al mismo salón que yo. Mismo resultado. Cuando a la mitad del año todos me llamaban Miloc, pensé que era injusto que yo esperara que me llamaran Tomás, cuando todos llamábamos "Pelón" a José, "Chino" a Raúl, "Negro" a Marco y "Gordo" a Rafael. Mi nombre era mi apodo y era un buen apodo. No me sentí orgulloso de él, no decidí que mi hijo se llamaría como yo, y menos cuando llegaba algún desconocido a preguntarme cuántos años llevábamos sin ganar. En esos momentos era que mi
apodo se volvía un poco fastidioso, más cuando era un maestro el que hacía el chistorete. Por otro lado, también llegó a ser un ventajoso para mí y para mi salón llamarme así, pues no por llegar a secundaria dejaban de haber profesores futboleros. Hoy gracias a él no puedo decir que me faltaran horas libres o tardes sin tarea, pues no faltó algún profesor que tras terminar de pasar la lista, se regresara a López Ramírez y decidiera que ese día convenía más hablar de las hazañas de Tomás Boy con la playera verde, o del equipo que había conquistado dos torneos unos años antes, en caso de profesores que fueran mis correligionarios auriazules.
Cargué con ese
apodo hasta la carrera. Yo seguía diciendo que me gustaba que me llamaran Tomás, pero ya para entonces me era indistinto. Lo hacía más para que la gente tuviera nota de que tenía dos nombres.
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Sé que a mi padre le dije que no seguiría su tradición, pero de cuando en cuando, la tradición coquetea con el nombre de mi hijo. A veces por pura exposición de los nombres, más que por honrar a mi equipo. Hace unos días que Damián Álvarez metió un gol de antología, pensé en el nombre de Damián y el miércoles él mismo metió el gol que nos tiene a un paso de ser campeones. No, no es mi intención decirle a mi hijo que se llama así por "el Enano", al final de cuentas, identifico más a "la Chilindrina" como símbolo del Pachuca. Sin embargo, Damián es un bonito nombre, el Enano solo le dio exposición. En caso de querer honrar a mi equipo, Lucas sería un nombre más adecuado. Lobos es símbolo indiscutible de los Tigres hoy en día. Empero, Lucas es un nombre que no me gusta. Sólo en sudamérica lo usan. Creo que ahí es donde la honra de mi equipo cobra importancia: llamar a mi hijo por mi equipo, más que por mí mismo.
Aunque mi esposa quiere llamar a mi hijo como yo, me ha dicho yo elija el nombre, siempre y cuando no le saque una nacada como el de mi papá, o el de Walter, que por cierto me acompañan aquí en la sala. El único nombre de ese estilo que acepta, es el mío.
Gracias a Walter, fue que descubrí que a mi abuelo, paradójicamente, tampoco le gustaban los nombres no españoles. Cuando un día que estaban de visita y llegó Walter, mi abuelo torció la boca con desaprobación cuando se presentó. Walter no le dio importancia, sobre todo porque lo trataron con amabilidad. Cuando Walter salió de la casa, mi abuelo me llamó: "¡quién le pone Walter a su hjo!" Mi respuesta inmediata fue igual a su exclamación, pero usando el nombre de mi padre. Sé que en el momento vi esa respuesta como un grave error, pues tuve que fumarme la gesta del 51 del Atlas una vez más. Hoy recuerdo ese día con bastante gusto.
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Walter, que solo estaba ahí para acompañar a Miloc, y por ende tenía la mente más despejada, había llevado, además de su computadora, lo necesario para conectarla a una televisión, si es que la había, en caso de que hubiera que ver el partido en la sala y que no lo transmitieran. Siempre hay una página en internet con la buena intención de transmitir el fútbol. Cuando el partido empezó, los demás que estaban en la sala, lo notaron y, tras un rato, conectaron la computadora a la tv. Así, una buena parte de los que estaban en la sala, olvidaron sus nervios y otros sus enfermedades. En ese momento solo importaba lo que hicieran los Tigres. Sólo algunos se mostraban indiferentes ante el partido.
Tras un partido sufrido, los Tigres eran campeones después de veintinueve años. Miloc estalló en llanto cuando Danilinho metió el gol que aseguró el campeonato, y una vez más cuando el árbitro pitó el final del encuentro. ¡Era el día más feliz de su vida! Nacía su hijo y veía campeón a su equipo. Unos minutos después, cuando finalmente los Campeones levantaron la copa y un torrente de lágrimas volvían a brotar de sus ojos, una enfermera lo llamó: "Señor, disculpe, ya nació su hijo".
Tomás entró corriendo al cuarto donde estaba Lorena, Don Edwin y Walter se quedaron en la salita. Lorena lo miró, cansada como estaba, y lo notó lloroso.
-¿Cómo nos fue?, ¿perdimos?
-Lore, ¡somos campeones! -Sonrieron.
-Mira, tu hijo. -Le entregó al niño. Miloc lo cargo en sus brazos y lo miró a los ojos con ternura mientras sonreía, con sus ojos vidriosos. No cabía duda que era el día más feliz de su vida.
-Lucas Tomás.
-¿Lucas?, ¡Miloc, qué son esas chingaderas?
-No son chingaderas, cariño,
es el destino.Etiquetas: Textos